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El lente de los fotógrafos se detiene en detalles como la trenza de una larga y encanecida cabellera, las uñas de manos acostumbradas al trabajo rudo del campo, las manos de hilanderas con sus hilos antiquísimos; hilos y arrugas como la escena de un cuento construido a fuerza de memoria, a fuerza de repetición. Los dedos de parteras, mujeres dadoras de luz; brazos fuertes para amasar el pan, manos que velan la tierra. Fotos que siguen los pasos lentos de pies cubiertos con zapatos tejidos. Rostros muy viejos con sonrisas generosas de niño. Paredes de cocinas rústicas, atravesadas por plantas enredaderas, adornadas con utensilios de oficios caseros, puertas de madera crujiente, tan antiguas como los años, como el pasado. Casas con pasillos alumbrados por la luz tenue del campo.
Todo en Mujeres del sur nos remite a un tiempo y un lugar donde la vida transcurre más despacio, sin apuro. Un tiempo con olor a café recién colado, a cocina de leña. Un tiempo rozado por las ramas verdes de los maizales y perseguido por los ecos de las faenas campesinas. Un tiempo invadido por sonrisas de niñas despeinadas entre los tejados de sus casas.
De este libro sólo resentimos que los breves párrafos que anteceden a las fotografías no estén a la altura de las imágenes que muestran. Son textos escuetos, sin gracia; sin embargo, fotografías como las de “Ana María, la última de los Briceño” sentada en su cocina, con su pañoleta roja cubriéndole la cabeza, y su vestido de flores, y la imagen de Ana María Parra, la partera que nos mira a los ojos con su sombrero de paja, entre otras tantas, hacen de Mujeres del sur un rico patrimonio fotográfico y documental sobre la gente y la vida de estos pueblos venezolanos.
Carolina Lozada
Ilustración: “Puertas de amor”, Jean-Luc Crucifix